Es necesario reflexionar sobre los presupuestos que sustentan nuestra propia cultura democrática. Nuestra hipótesis es que no hay gobernantes virtuosos, leyes justas ni instituciones eficaces a prueba de nosotros mismos.
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Guillermo Jensen y Juan Bautista González Saborido* 02-03-2022 07:00
Solemos pensar que para mejorar nuestra vida social debemos cambiar a nuestros gobernantes, modificar nuestras leyes y reformar nuestras instituciones en forma permanente.
Discrepamos, claro, sobre cuáles serían las personas, las leyes y las instituciones adecuadas para mejorar nuestras sociedades, pero coincidimos en el inconformismo con el presente y la tendencia al cambio. En estas líneas propondremos un camino alternativo: antes que pensar en cambiar gobernantes, leyes e instituciones, quizás sea necesario reflexionar sobre los presupuestos que sustentan nuestra propia cultura democrática. Nuestra hipótesis es que no hay gobernantes virtuosos, leyes justas ni instituciones eficaces a prueba de nosotros mismos. Y que para un orden constitucional, la cultura no es irrelevante.
En 1967, el jurista alemán Ernst Wolfgang Böckenförde enunció su célebre teorema, el cual sostiene que el Estado constitucional moderno, liberal y secular se sustenta en presupuestos que él mismo no puede garantizar. Muy por el contrario, la vida civilizada, el respeto por la legitimidad democrática y el Estado de Derecho se alimenta del arduo encuentro y convivencia pacífica entre la tradición religiosa judeo-cristiana y la tradición ilustrada secular.
El Estado constitucional de posguerra no había producido esas tradiciones: éste solo podía cuidarlas defendiendo la libertad, particularmente la libertad religiosa, que las hacía florecer y desarrollarse. Para Böckenförde, que luego se convertiría en miembro del Tribunal Constitucional de su país y uno de los más destacados juristas del siglo XX, era necesario alejarse del voluntarismo normativista, para reconocer que ni la democracia ni el Estado de Derecho sobrevivirían sin ese ethos cultural democrático, conformado por una fuerte tradición religiosa en diálogo con la cultura ilustrada secular. Había sido el encuentro entre tradiciones, antes que los diseños institucionales en abstracto, los que habían convertido a gran parte de los países Europeos de posguerra en Estados constitucionales con libertades garantizadas y democracia efectiva.
El origen y desarrollo de los Derechos Humanos ilustra muy bien esta convergencia de tradiciones. La noción de Derechos Humanos nació en las escuelas teológicas medievales y en su continuación por los teólogos y pensadores españoles del siglo XVI. Vitoria, Soto y Suárez sentaron los fundamentos de los Derechos Humanos como hoy los conocemos. Luego el proceso de secularización, con sus propios matices, llevó a su expansión más allá de las fronteras religiosas. Las revoluciones norteamericana y francesa dieron un fundamental impulso a esta noción, constitutiva desde entonces de todo orden constituciónal civilizado. Quizás hoy, más que antes, sea particularmente importante recordar que los Derechos Humanos tuvieron un origen religioso y un desarrollo secular, fruto del encuentro entre la tradición religiosa cristiana y la cultura ilustrada secular.
Casi 40 años después de que el teorema de Böckenförde fuera enunciado, el teórico social Jürgen Habermas y el entonces Prefecto para la Congregación de la Fe y teólogo católico Joseph Ratzinger, retomaron la cuestión en un célebre encuentro destinado a reflexionar sobre el porvenir del orden constitucional democrático. Habermas alertó que una modernidad descarriada estaba agotando la solidaridad entre ciudadanos, sustento vital de toda sociedad democrática. Esa solidaridad decreciente no podía exigirse ni reconstruirse por vía del voluntarismo legislativo. Para Habermas, la creciente tendencia hacia el individualismo estaba trasformando a muchos ciudadanos pertenecientes a sociedades liberales, prósperas y pacíficas, en “mónadas aisladas, guiadas por su propio interés, que utilizan su derecho subjetivo como armas las unas contra las otras”. Antes que los gobernantes, las leyes y las instituciones, lo que se había comenzado a erosionar era una cultura democrática de la participación, el diálogo y la convivencia.
Ratzinger por su parte, alertó sobre la relevancia que tiene para nuestras sociedades que el derecho y su ordenamiento se encuentren por encima de toda sospecha. Más allá de las formas institucionales particulares, lo que hace al derecho valioso para una sociedad es que los ciudadanos lo perciban como una ordenación legítima. El peligro que vislumbró el entonces Cardenal fue que “El recelo contra el derecho y la rebelión contra él reaparecerán si se percibe que el derecho es el producto de un arbitrio, un criterio establecido por los que tiene poder y no una expresión de justicia al servicio de todos”.
Vivimos tiempos desafiantes, marcados por la fragmentación social, la polarización permanente, la erosión democrática, el individualismo nihilista, un consumismo exacerbado (aunque solo para unos pocos) y un paradigma tecnológico que nos domina e impulsa a alejarnos de toda idea de bien, así como de la conciencia respecto de los límites de toda empresa humana. Convivimos con una sobreideologización excluyente y hasta violenta, que se traslada a todos los ámbitos, también al jurídico. Esto dificulta la convivencia pacífica, la comunicación entre culturas y la acción democrática conjunta.
En nada ayuda la lógica de los medios de comunicación y las redes sociales, que generan “burbujas de pensamiento” que tienden a aislarnos de realidades y modos de pensar distantes a los propios, alimentando nuestros prejuicios, sesgos y preferencias subjetivas. Al alejarnos del diálogo entre tradiciones y silenciar en el ámbito público la vitalidad discursiva de las tradiciones religiosas, estamos limitando nuestra comprensión de la realidad y debilitando el ethos cultural que hizo posible al orden constitucional democrático de posguerra.
Hannah Arendt percibió lúcidamente la creciente amenaza que para el orden constitucional democrático implicaba el repliegue individualista, que debilita los lazos sociales porque “cuando los hombres no sienten la presencia de ninguna compañía humana aunque físicamente estén rodeados de muchos; se les quita su potencialidad para construir cosas útiles y acciones con sentido; en suma, es destruir la esfera pública y privada que vincula a los hombres con el mundo y consigo mismos. Cuando los hombres abandonan la responsabilidad de proteger la esfera pública, hacen realidad las más imposibles fantasías.”
Para fortalecer nuestros compromisos institucionales, necesitamos recrear un imaginario social compartido, que asuma la dimensión agonal de lo político y las diferencias entre tradiciones como un desafío positivo, que nos enriquece y mejora. De esta forma evitaríamos que la política y la religión alimenten una especie de guerra civil permanente, centrada en combatir a personas, pensamientos e instituciones antes que en construir conjuntamente un orden constitucional pacífico y estable.
La cultura del encuentro no es una ingenua propuesta de un líder religioso, sino que ante la fragilidad que caracteriza la institucionalidad de nuestro tiempo, quizás sea nuestra mejor opción para articular virtuosamente tradiciones y Constitución.
* Dr. Guillermo Jensen. Director Instituto de Investigación, Fac. Cs. Jurídicas, Universidad del Salvador.
* Mg. Juan Bautista González Saborido. Coordinador Seminario Permanente Derecho, Política y Sociedad en el mundo contemporáneo, Universidad del Salvador.
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