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miércoles, 29 de abril de 2020

La pandemia por el Coronavirus revitalizó el rol de la familia frente a la crisis social



1.- El actual paradigma jurídico[1]: Desde el derecho romano hasta estos tiempos, el matrimonio heterosexual fue la base de la sociedad occidental. En los más de treinta siglos de los que tenemos evidencia de una existencia institucionalizada del matrimonio, este ha sido la base de la sociedad y gozó del correspondiente privilegio jurídico y social. No es que no conviviera con otras formas de vida de pareja. Ni que no fuera diversificado (el derecho romano atestigua varias formas de contraerlo). Pero, el matrimonio como institución formal plasmada como un compromiso duradero entre un hombre y una mujer era y fue desde siempre la fundación de una familia.
Sin embargo, esta realidad ha cambiado mucho últimamente. En efecto, se vienen registrando una serie de cambios antropológicos-culturales que se traducen en un menor acompañamiento de los individuos en su vida afectiva, matrimonial y familiar por las estructuras sociales y las instituciones jurídicas[2].
Por otra parte, se evidencia el crecimiento de un tipo de individualismo exasperado que desvirtúa los vínculos familiares y acaba por considerar a cada componente de la familia como una isla, haciendo que prevalezca, en ciertos casos, la idea de un sujeto que se construye según sus propios deseos asumidos con carácter absoluto.  Con el agravante de que las tensiones inducidas por esta cultura individualista exagerada de la posesión y del disfrute, generan dentro de las familias dinámicas de  intolerancia y agresividad[3], que erosionan el valor del matrimonio y la familia.
Estos aspectos se ven fortalecidos por el auge de lo que algunos llaman la «cultura de lo provisorio», en referencia a la velocidad con la que las personas pasan de una relación afectiva a otra, o como asumen que el amor es análogo a los vínculos de las redes sociales, y que se puede conectar o desconectar afectivamente con alguien a gusto del consumidor e incluso bloquearlo rápidamente si no satisface nuestros deseos[4]. 
Estos fenómenos se vieron favorecidos con la introducción y posteriormente la facilitación progresiva del divorcio –como por ejemplo en la actualidad el divorcio exprés- que termina equiparando al matrimonio con una unión libre, por una parte; y por otra, por la legítima defensa de los derechos de los niños equiparando efectos de las filiaciones matrimoniales y extramatrimoniales. Sin embargo, ambos movimientos convergen en una equiparación social, fáctica y jurídica de las uniones de hecho o concubinatos con el matrimonio que produjeron como consecuencia el desvanecimiento de las diferencias y una regulación jurídica que –paradójicamente- las homogeneiza.
La absolutización de la idea de que no puede forzarse un matrimonio que no esté presidido por el afecto, lo convierte en la idea central y en la clave de bóveda de esta institución. El matrimonio dura mientras dura el afecto, por ello es que debe haber libertad de ruptura. Un derecho al divorcio es enunciado en paralelo y como contrapartida del derecho a casarse.
Como consecuencia de ello, la nueva percepción de la unión conyugal ha perdido su atributo de “unidad”, de “institución”, para hacer prevalecer el aspecto de “individualidad” (bien que en el sistema interamericano de derechos humanos ambos aspectos están muy presentes): se privilegia la idea de que cada miembro tiene derechos humanos y civiles en las relaciones de familia por sobre la dimensión institucional o unitiva que se engendra a través de la unión conyugal.
En todos los casos, el resultado es una mayor fragilización de la conyugalidad, que se ve más como un derecho subjetivo de los individuos, que como una institución que presta una serie de servicios sociales o interpersonales en orden al bien común (a pesar de la letra de los tratados internacionales, que indicaría lo contrario)[5].
El matrimonio y la familia dejan de ser instituciones basales de la sociedad y se transforman en opciones individuales. El Estado se retira no sólo de la disolución del matrimonio, sino también de la regulación de los requisitos para contraerlo. Todo se analiza bajo el prisma de la no discriminación y del derecho subjetivo al reconocimiento estatal del afecto y de las uniones privadas.
El Estado ya no considera de interés la tutela del matrimonio, ni la sanción penal, ni civil por el incumplimiento de los deberes que conlleva. Es inmoral y antijurídico que un empleado sea infiel a la empresa para la que trabaja, pero no que un esposo sea infiel a su mujer o viceversa. La unión más íntima y más fundacional de la personalidad del hombre y de su identidad, aquella que protege los momentos más esenciales de la existencia de cada ciudadano, al Estado ya no le interesa.
Si el afecto es el punto de partida de la regulación jurídica, y el individuo tiene derecho a configurar sus relaciones afectivas según sus preferencias y elecciones privadas, y a su vez, el Estado tiene el deber de reconocer estas preferencias y elecciones, sin discriminación, el Estado queda obligado a reconocer ilimitadamente cualquier opción privada.
Así pues, llegamos a la primera paradoja de la conyugalidad contemporánea. De la multiplicación de opciones de conyugalidad, y la mayor riqueza jurídica que debería haber en función de la variedad de opciones, se llega a la mayor uniformidad e indiferenciación de efectos que cabe pensar. Todas las uniones se equiparan entre sí.
La segunda paradoja es el desinterés creciente y la inestabilidad de las uniones. La era del afecto, es, paradójicamente, la era de la inestabilidad y de las soledades. Las uniones no duran. Los niños sufren rupturas pues se ven afectados por las disoluciones de los vínculos de las parejas parentales y el derecho hace malabares para mantener las relaciones de los hijos con los padres a través de la ruptura.
La tercera paradoja tiene que ver con el matrimonio. Uno de los argumentos para admitir el divorcio consistió en que iba a permitir más matrimonios y matrimonios más felices, que estuvieran fundados en el amor recíproco de los contrayentes y no en una convivencia forzada. Lamentablemente, la predicción no se cumplió. No importa cuánto se flexibilicen los deberes matrimoniales, cuánto se facilite la ruptura, cuánto se reduzcan los tiempos de espera para divorciarse, el derecho no logra revertir la tendencia de la baja en la tasa de matrimonialidad.
2.- La pandemia y la tendencia a la revalorización de la familia: Ahora bien, frente a esta tendencia a la erosión de la conyugalidad, en medio de esta pandemia, se advierte una tendencia a la revalorización de la familia. En estos momentos críticos, la familia ocupa un papel decisivo como factor de vertebración, como mecanismo impulsor de la solidaridad intrageneracional e intergeneracional y como ámbito singular para el libre desarrollo de la personalidad de la ciudadanía.
La familia y los vínculos que genera, pasan a ocupar un rol central en el sostenimiento de las personas y por consiguiente, debe ser considerada como un elemento relevante con capacidad de contribuir a la construcción y mejora de la sociedad. En este orden de ideas, cabe preguntarse si el marco legal, no debe partir de una perspectiva más integral y superadora del enfoque basado exclusivamente en los derechos individuales del matrimonio, de modo de asegurarle la protección social, económica y jurídica a las familias de forma universal y estable en el tiempo.
Un marco legal para la post pandemia que reconozca el derecho de las familias a recibir los recursos y prestaciones suficientes, potenciando la función de protección social que siempre han tenido en momentos de dificultades y garantizando una respuesta eficaz ante los supuestos de vulnerabilidad. Pero para ello tenemos que recuperar la convicción de que la familia es la célula básica de la sociedad, más allá de la forma que asuma, como se creyó durante 30 siglos.
La familia continúa siendo un medio vital de preservación y transmisión de valores culturales. Puede y a menudo lleva a cabo la educación, la enseñanza, la motivación y el apoyo de sus miembros individuales incidiendo así en su crecimiento y actuando como fuente vital para su desarrollo.
Además la familia provee el marco natural para el apoyo emocional, financiero y natural esencial para el crecimiento y desarrollo de sus miembros, particularmente de los hijos y para el cuidado de ancianos, discapacitados y enfermos.
La familia como institución, favorece la cohesión social y promueve  el “capital social”, es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil[6]. Fortalecer la cohesión social y promover el capital social, serán fundamentales para salir rápidamente de la crisis provocada por el coronavirus.
Insistimos, en relación al desarrollo de las capacidades humanas ocupa un lugar destacado el rol de la familia. La familia como célula básica de la sociedad, debe protegerse debido a que, es el entorno privilegiado e indiscutible de desarrollo de los niños durante sus primeros años de vida.
Asimismo, la familia, como organización, está recibiendo una atención creciente por su influencia sobre tres factores estratégicos: a) la demografía, b) la acumulación de capital de humano y c) la formación de identidad económica de los individuos. La identidad está dada por creencias compartidas o esquemas cognitivos incorporados a través de procesos de socialización y aprendizaje en organizaciones como la familia y la escuela[7].
3.- Conclusión: Estamos frente a una realidad que a partir del confinamiento generado por la pandemia, revaloriza el rol de la familia. Frente a ello, teniendo en cuenta el actual paradigma jurídico vigente, que debilita al matrimonio y a la familia, cabe preguntarse si no es momento de cambiar dicho paradigma de matriz individualista. ¿Y si el derecho de familia probara nuevas vías? ¿Y si el derecho de familia ensayara una perspectiva solidarista, fraternal, interdependiente de los lazos familiares? ¿Si en lugar de ver al individuo solo y separado, lo viera en su interdependencia y necesidad de relaciones estables y comprometidas? ¿Si el derecho probara a diferenciar lo diferente, abriendo así un margen de opciones y favoreciendo las más sólidas de cara a los vulnerables?
Nos encontramos frente a una oportunidad para que el derecho, pueda encontrar nuevos y creativos caminos de libertad recreando la conyugalidad a partir del anhelo que hay en cada hombre y mujer de formar una familia sólida y duradera y acoger allí el futuro de la humanidad.



[1] Este texto está basado en el trabajo de Ursula Basset, “El malestar en la conyugalidad y sus repercusiones jurídicas: del matrimonio a las uniones de hecho, y de allí a la poligamia”.
[2] Papa Francisco, Exhortación Apostólica Post Sinodal “Amoris Laetitiae”, n° 32.
[3] Idem anterior, n° 33.
[4] Idem anterior, n° 39.
[5] Art. 17, Art. 32, Convención Americana de Derechos Humanos.
[6] Benedicto XVI, Caritas in Veritate, n° 32.
[7] Fanelli, José María, La Argentina y el Desarrollo Económico en el Siglo XXI, Siglo XXI editores, 1ra. Edición,Buenos Aires, pág. 58 y siguientes.

jueves, 23 de abril de 2020

Coronavirus: ¿la oportunidad de pensar un nuevo sistema de producción y consumo?





Coronavirus: ¿la oportunidad de pensar un nuevo sistema de producción y consumo?
Juan B. González Saborido

PARA LA NACION

21 de abril de 2020  • 17:36

Habiendo transcurrido un poco más de un mes desde el arribo de la pandemia generada por el coronavirus a nuestro país, no parece haber ya mayores dudas sobre la gravedad, relevancia y dimensión planetaria de la crisis que ha provocado.

Primero, se manifestó como crisis sanitaria, pero ahora vemos que abarca la economía, el ambiente, la cuestión social, la ciberseguridad, y que incluso toca principios civilizatorios. Debido a su enorme alcance, es probable que tenga efectos duraderos que impacten en la sociedad y en la cultura, lo que obliga a prever el futuro.

Por eso, parece conveniente realizar una reflexión sobre el significado que la misma tiene para nuestra civilización y tratar de extraer alguna enseñanza que nos permita enfrentar el mundo que viene.

Así pues, consideramos que estamos frente a una interpelación de la misma naturaleza al hombre como tal. Especialmente, al actual sistema de producción y consumo que erigieron al ser humano en el centro, a la naturaleza como objeto cuantificable y al hombre como explotador de ella y también del mismo hombre.

Resuena muy actual la reflexión de Theodor Adorno y Max Horkheimer referida al sentido de la ciencia y la técnica moderna: "Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es servirse de ella para dominarla por completo, a ella y a los hombres".

Cuando aparece un virus que amenaza a toda la humanidad por igual, tanto a ricos como a pobres, son los Estados Nacionales los únicos garantes de la salud y el cuidado de los ciudadanos, no los mercados

La crisis del coronavirus cuestiona seriamente el criterio de desarrollo basado en la racionalidad instrumental económica. ¿Qué significa esto? Que el sistema de producción y consumo planetario, funciona principalmente con un criterio de obtención de la mayor tasa de ganancia posible y, paralelamente, de acumulación permanente de capital.

Esta lógica hizo que se expandan los mercados y que se achiquen los Estados. Pero cuando aparece un virus que amenaza a toda la humanidad por igual, tanto a ricos como a pobres, son los Estados Nacionales los únicos garantes de la salud y el cuidado de los ciudadanos, no los mercados.

Hasta ahora vivimos en un sistema que privilegia la ganancia por encima del valor de la vida. Como dijo el Papa: "Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa" (Papa Francisco, Homilía en la bendición "Urbi et Orbi" del 27 de marzo de 2020.

Frente a esto, la crisis nos presenta una oportunidad porque el mundo va a ser diferente cuando esta acabe. Sabemos que va a ver muchos cambios, pero a través de nuestras decisiones, tenemos que buscar que dichos cambios se dirijan hacia un sistema de producción y consumo más humano, que respete las leyes de la naturaleza y que su criterio de desarrollo esté cimentado en la valoración de la vida como principio ético fundamental.

La naturaleza es vida, los seres humanos somos parte de la naturaleza y tomamos conciencia de que si, como humanidad, ponemos en cuestión las condiciones de reproducción de la vida, destruyendo la naturaleza y provocando una crisis social irresoluble, entonces es probable que no tengamos futuro como humanidad.

El derecho/deber de vivir de todos, presupone un hecho previo, que es que los seres humanos nos reconozcamos como seres corporales y necesitados los unos de los otros

¿Cómo se puede realizar socialmente ese principio ético? ¿Cómo se traduce en términos políticos? Nos parece que para que pueda realizarse tiene que funcionar como un criterio fundante y orientador de las instituciones políticas, económicas y sociales.

Este criterio orientador significa que existe un deber/derecho fundamental: el deber de vivir de cada uno y como contrapartida, el correspondiente derecho de vivir de todos y cada uno. Nada puede estar por encima de este principio: privilegiar la salud y el cuidado de la vida, especialmente de los más débiles, por encima de una lógica económica que no está al servicio del hombre, forma parte de este criterio.

Asimismo, el derecho/deber de vivir de todos, presupone un hecho previo, que es que los seres humanos nos reconozcamos como seres corporales y necesitados los unos de los otros. Precisamente, en pleno encierro doméstico, sin posibilidad de salir a la calle, comenzamos a tomar mayor conciencia de la interdependencia, de la común vulnerabilidad, de la necesidad del otro, de la importancia del encuentro, del vínculo afectivo, de la compasión. En palabras de Francisco "Nadie se salva solo" (Papa Francisco, Homilía en la bendición "Urbi et Orbi" del 27 de marzo de 2020).

A partir de ahora, no podemos perder de vista el rostro concreto de cada persona y reducir su existencia a una fría estadística. No somos números y no somos descartables.

Esta realidad se nos hizo patente a raíz de la pandemia con el peligro que genera y con su secuela de enfermedad, muerte y dolor. Y muchas veces es el dolor lo que nos hace comprender con más fuerza esta verdad.

Como dice Miguel de Unamuno "El dolor es el punto del que surge toda posibilidad de amor, ya que cuando oímos el grito de las entrañas del prójimo, este se hace real comunicando con mi íntimo dolor". Es el hombre herido, sufriente, el que nos revela la humanidad dentro y fuera de nosotros.

La paradoja es que, posiblemente, a partir de esta dura realidad, se vislumbre la figura de un nuevo "ethos" comunitario, que nos permitirá construir un modelo social más justo y más humano, que respete a la naturaleza reafirmando el valor de la vida como bien supremo.

Desmond Tutu , el obispo anglicano de Sudáfrica, ha hecho una formulación sucinta de este argumento: "Yo soy solamente si tú también eres". No se trata de una simple afirmación moral o ética. Es una afirmación sobre la realidad en la que vivimos como seres humanos, es un juicio empírico, un postulado de la razón práctica y el fundamento de la vida en sociedad.

* El autor es abogado, docente universitario e investigador


Por: Juan B. González Saborido

miércoles, 1 de abril de 2020

La Economía, la codicia y Aristóteles.

LA ECONOMÍA, LA CODICIA Y ARISTÓTELES.

Por Juan Bautista González Saborido

 


No es ninguna novedad afirmar que la economía y la sociedad mundial están en crisis desde hace largo tiempo atrás.  Como evidencia de este desequilibrio, en los últimos años hemos sufrido crisis alimentarias, burbujas y derrumbe de los mercados financieros, contracción económica mundial, cierre de fronteras, desaceleración del comercio internacional, aislamiento social, crisis de la gobernanza mundial, guerra en Ucrania y Medio Oriente, crisis de liderazgos, crisis del multilateralismo, etc.

Estas crisis recurrentes, son una oportunidad para profundizar la discusión sobre los fundamentos del actual paradigma económico. Y, en ese marco, si se amplía el horizonte más allá de las simples apariencias inmediatas, se puede constatar que en el debate, se observa una continua referencia a temas clásicos, como el uso de la moneda y su relación con los bienes. Justamente son temas que fueron objeto de profundas observaciones por parte de Aristóteles –pensador griego del siglo IV a.c.- y que sin embargo, mantienen su plena validez y vigencia.

En efecto, Aristóteles no sólo fue el primero en afrontar el problema del uso y  de la producción de los bienes en relación al logro de una vida buena, digna del hombre, sino que introdujo los conceptos básicos, como los de economía, crematística, propiedad, moneda, intercambio, usura, etc. Sus reflexiones sobre el modo de relacionar esos conceptos siguen siendo claves para entender el sentido del consumo, el trabajo, el ocio y la propia finalidad y sentido de la vida humana.

En este trabajo, vamos a centrarnos principalmente en esa vinculación que existe entre la economía y la búsqueda de la felicidad, según la perspectiva de Aristóteles porque vislumbramos que es una de las claves para construir una economía con rostro humano. De esta forma, podremos comprender con mayor claridad la relación de medios y fines que existe entre una y otra. Relación, que se fue perdiendo en medio del auge del capitalismo financiero y su exacerbada búsqueda de la utilidad a cualquier precio. Esta situación de crisis recurrente, quizás, nos permita volver a considerar esta relación, como una cuestión central de nuestro modelo de vida.

La búsqueda de la felicidad es una característica común a todos los seres humanos. Todos buscamos la felicidad. Sin embargo, muchas veces lo  hacemos por caminos equivocados o bajo una confusión de lo que es realmente la felicidad; por ejemplo, pensando que podemos encontrar la felicidad en el mundo material, o en el consumo incesante de bienes o servicios u obteniendo dinero, éxito o admiración.

Pues bien, la filosofía, y recientemente la ciencia, coinciden en que la felicidad viene fundamentalmente de una vida llena de significado, de conexiones profundas con uno mismo y con las demás personas y espiritualmente plena.

A partir de esta idea de felicidad, nos parece apropiado rescatar el término griego de eudaimonía, término que nos remite a la importancia de conquistar una vida armónica, equilibrada y dotada de un significado profundo. Es decir, lo que también denominamos una vida llena de sentido. Aquello que los griegos creían venía del alma o del espíritu y que los vinculaba profundamente con la polis y con el cosmos.

La palabra eudaimonia está compuesta de eu (bueno) y daimon,  de donde viene nuestra palabra "demonio", pero que para los griegos significaba algo más parecido a espíritu. Este concepto fue especialmente importante para Aristóteles, quien lo ligó al más alto bien del ser humano y a ciertos bienes como la virtud (arete) y la sabiduría en su aspecto práctico (phronesis).

La virtud, ocupa un lugar muy importante en la ética aristotélica. Sin embargo, el mismo nos dice “que la virtud no es suficiente por si sola para la vida feliz, pues necesita de los bienes del cuerpo y de los externos”. En efecto, la vida plena, feliz, o buena, no consistía para Aristóteles sólo en ser prudente, justo, moderado: también requería bienes materiales. Por esta razón, Aristóteles concibe a la economía como el uso de esos bienes necesarios para la “vida buena” y lo relaciona con la justicia distributiva, es decir el reparto de cargas y de bienes entre los miembros de la “Polis”.

Dentro de la economía le puso un nombre a la actividad de fabricación y comercio de esos bienes necesarios para vida buena: la llamó “crematística”. Asimismo, sostuvo que la moneda, como instrumento que es, permitía, mediante el precio, establecer una comparación entre bienes diversos y, consiguientemente, facilitaba su intercambio. Por lo tanto, lo consideraba un instrumento útil.

Según Aristóteles, la economía como tal,  producía y utilizaba lo necesario para la vida buena. Para él, la producción e intercambio de bienes, no debía ser una actividad arbitraria, sino justa, pues  debía estar regida por la virtud de darle a cada uno lo que le corresponde.

Pero Aristóteles veía que también se podía usar mal de las riquezas. Por eso, pensó la posibilidad de que la crematística, habitualmente subordinada a la economía de la polis (es decir a la satisfacción de las necesidades materiales), deviniera autónoma y buscara no ya satisfacer la necesidad, sino enriquecerse ilimitadamente. Esta confusión proviene de considerar el medio –el dinero– como fin, lo que según él surge, a su vez, de un deseo exacerbado e ilimitado.

En base a esta posibilidad de confusión, la crematística podía clasificarse de la siguiente forma:

1.     Crematística natural: la venta de los bienes se realiza directamente entre el productor y el comprador al precio justo, donde no se forma un valor agregado al producto. Esta es aceptada por Aristóteles ya que no hay usura por parte del productor.

2.     Crematística antinatural: corresponde al comercio donde se le compra al productor para revender al consumidor por un precio mayor, formando valor agregado. Este valor agregado es rechazado por Aristóteles, pues considera que al realizarse el comercio de esta forma, el dinero pierde su sentido (que es el de un medio de intercambio y medida de valor) y a través del sobre precio se comete usura para acumular dinero. La acumulación de capital como fin en sí mismo fue mal vista por la sociedad de aquella época. 

Para Aristóteles, cuando en una sociedad se instalaba una mentalidad crematística ilimitada se desnaturalizaba finalmente todo. Oigámoslo de su propia voz: “Así ha surgido la segunda forma de crematística porque al perseguir el placer excesivo procuran también lo que pueda proporcionar ese placer y si no pueden procurárselo por medio de la crematística, es decir por medio del dinero, lo intentan por otro medio usando todas sus facultades de un modo antinatural; lo propio de la valentía no es producir dinero sino confianza, ni tampoco es lo propio de la estrategia ni de la medicina cuyos fines respectivos son la victoria y la salud. No obstante, algunos convierten en crematística todas las facultades como si el producir dinero fuera el fin de todas ellas y todo tuviera que encaminarse a ese fin”.

Aristóteles estaba convencido de que la acumulación de dinero, como un fin en sí mismo, era una actividad contra natura que deshumanizaba la vida. Es por ello que siguiendo el ejemplo de Platón condenaba toda actividad cuyo único propósito fuese exclusivamente la ganancia.

La crematística, en su segunda acepción, confunde el medio (dinero) con el fin, y lo busca de manera desmedida. La causa es lo que habitualmente denominamos codicia, que era considerada por los griegos como una enfermedad del alma.

Es decir, a pesar de que lo propio de la medicina es la salud, la medicina se convierte también en una forma de crematística; a pesar de que lo propio de la estrategia sea la victoria, también la guerra se convierte en un instrumento. Es decir, todo se tiñe de la intención de “producir dinero” (Política I, 9, 1258a 6-14).

La crematística antinatural puede entenderse como sinónimo de lo que el poeta romano Virgilio llamó en la “Eneida” auris sacra fames (maldita sed de oro), un deseo incontenible por acumular dinero a cualquier precio.

Parece ser una buena descripción de nuestros tiempos: el hacer dinero como fin de todas las actividades; y la vida del hombre subordinada a la acumulación de dinero, es decir a la crematística. Las consecuencias son muy bien conocidas, aumento permanente de las desigualdades sociales, un sector financiero hipertrofiado cada vez más divorciado de la economía real,  una crisis socio ambiental sin precedentes, que pone en peligro la supervivencia del planeta y del mismo hombre. 

Es por eso que resulta indispensable, en estos tiempos de crisis, especulación globalizada y codicia incontenida, recordar con la mayor frecuencia posible las palabras del Premio Nobel de Economía Amartya Sen.

“No hay ninguna justificación para disociar el estudio de la economía del de la ética y del de la filosofía. La economía puede hacerse más productiva prestando una atención mayor y más explícita a las condiciones éticas que conforman el comportamiento y el juicio humano”.

Pues bien, las sucesivas crisis que venimos padeciendo debieran interpelar a este paradigma que pone en primer lugar al dinero y que subordina la necesidad a la renta. Quizás sea una buena oportunidad para volver a los clásicos como Aristóteles y tener presente la reflexión de Amartya Sen para que la crematística vuelva a quedar subordinada a la economía y la economía a su vez, quede subordinada a la ética y a la consecución de la verdadera felicidad del hombre.