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miércoles, 29 de abril de 2020
La pandemia por el Coronavirus revitalizó el rol de la familia frente a la crisis social
jueves, 23 de abril de 2020
Coronavirus: ¿la oportunidad de pensar un nuevo sistema de producción y consumo?
Juan B. González Saborido
PARA LA NACION
21 de abril de 2020 • 17:36
Habiendo transcurrido un poco más de un mes desde el arribo de la pandemia generada por el coronavirus a nuestro país, no parece haber ya mayores dudas sobre la gravedad, relevancia y dimensión planetaria de la crisis que ha provocado.
Primero, se manifestó como crisis sanitaria, pero ahora vemos que abarca la economía, el ambiente, la cuestión social, la ciberseguridad, y que incluso toca principios civilizatorios. Debido a su enorme alcance, es probable que tenga efectos duraderos que impacten en la sociedad y en la cultura, lo que obliga a prever el futuro.
Por eso, parece conveniente realizar una reflexión sobre el significado que la misma tiene para nuestra civilización y tratar de extraer alguna enseñanza que nos permita enfrentar el mundo que viene.
Así pues, consideramos que estamos frente a una interpelación de la misma naturaleza al hombre como tal. Especialmente, al actual sistema de producción y consumo que erigieron al ser humano en el centro, a la naturaleza como objeto cuantificable y al hombre como explotador de ella y también del mismo hombre.
Resuena muy actual la reflexión de Theodor Adorno y Max Horkheimer referida al sentido de la ciencia y la técnica moderna: "Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es servirse de ella para dominarla por completo, a ella y a los hombres".
Cuando aparece un virus que amenaza a toda la humanidad por igual, tanto a ricos como a pobres, son los Estados Nacionales los únicos garantes de la salud y el cuidado de los ciudadanos, no los mercados
La crisis del coronavirus cuestiona seriamente el criterio de desarrollo basado en la racionalidad instrumental económica. ¿Qué significa esto? Que el sistema de producción y consumo planetario, funciona principalmente con un criterio de obtención de la mayor tasa de ganancia posible y, paralelamente, de acumulación permanente de capital.
Esta lógica hizo que se expandan los mercados y que se achiquen los Estados. Pero cuando aparece un virus que amenaza a toda la humanidad por igual, tanto a ricos como a pobres, son los Estados Nacionales los únicos garantes de la salud y el cuidado de los ciudadanos, no los mercados.
Hasta ahora vivimos en un sistema que privilegia la ganancia por encima del valor de la vida. Como dijo el Papa: "Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa" (Papa Francisco, Homilía en la bendición "Urbi et Orbi" del 27 de marzo de 2020.
Frente a esto, la crisis nos presenta una oportunidad porque el mundo va a ser diferente cuando esta acabe. Sabemos que va a ver muchos cambios, pero a través de nuestras decisiones, tenemos que buscar que dichos cambios se dirijan hacia un sistema de producción y consumo más humano, que respete las leyes de la naturaleza y que su criterio de desarrollo esté cimentado en la valoración de la vida como principio ético fundamental.
La naturaleza es vida, los seres humanos somos parte de la naturaleza y tomamos conciencia de que si, como humanidad, ponemos en cuestión las condiciones de reproducción de la vida, destruyendo la naturaleza y provocando una crisis social irresoluble, entonces es probable que no tengamos futuro como humanidad.
El derecho/deber de vivir de todos, presupone un hecho previo, que es que los seres humanos nos reconozcamos como seres corporales y necesitados los unos de los otros
¿Cómo se puede realizar socialmente ese principio ético? ¿Cómo se traduce en términos políticos? Nos parece que para que pueda realizarse tiene que funcionar como un criterio fundante y orientador de las instituciones políticas, económicas y sociales.
Este criterio orientador significa que existe un deber/derecho fundamental: el deber de vivir de cada uno y como contrapartida, el correspondiente derecho de vivir de todos y cada uno. Nada puede estar por encima de este principio: privilegiar la salud y el cuidado de la vida, especialmente de los más débiles, por encima de una lógica económica que no está al servicio del hombre, forma parte de este criterio.
Asimismo, el derecho/deber de vivir de todos, presupone un hecho previo, que es que los seres humanos nos reconozcamos como seres corporales y necesitados los unos de los otros. Precisamente, en pleno encierro doméstico, sin posibilidad de salir a la calle, comenzamos a tomar mayor conciencia de la interdependencia, de la común vulnerabilidad, de la necesidad del otro, de la importancia del encuentro, del vínculo afectivo, de la compasión. En palabras de Francisco "Nadie se salva solo" (Papa Francisco, Homilía en la bendición "Urbi et Orbi" del 27 de marzo de 2020).
A partir de ahora, no podemos perder de vista el rostro concreto de cada persona y reducir su existencia a una fría estadística. No somos números y no somos descartables.
Esta realidad se nos hizo patente a raíz de la pandemia con el peligro que genera y con su secuela de enfermedad, muerte y dolor. Y muchas veces es el dolor lo que nos hace comprender con más fuerza esta verdad.
Como dice Miguel de Unamuno "El dolor es el punto del que surge toda posibilidad de amor, ya que cuando oímos el grito de las entrañas del prójimo, este se hace real comunicando con mi íntimo dolor". Es el hombre herido, sufriente, el que nos revela la humanidad dentro y fuera de nosotros.
La paradoja es que, posiblemente, a partir de esta dura realidad, se vislumbre la figura de un nuevo "ethos" comunitario, que nos permitirá construir un modelo social más justo y más humano, que respete a la naturaleza reafirmando el valor de la vida como bien supremo.
Desmond Tutu , el obispo anglicano de Sudáfrica, ha hecho una formulación sucinta de este argumento: "Yo soy solamente si tú también eres". No se trata de una simple afirmación moral o ética. Es una afirmación sobre la realidad en la que vivimos como seres humanos, es un juicio empírico, un postulado de la razón práctica y el fundamento de la vida en sociedad.
* El autor es abogado, docente universitario e investigador
Por: Juan B. González Saborido
miércoles, 1 de abril de 2020
La Economía, la codicia y Aristóteles.
LA
ECONOMÍA, LA CODICIA Y ARISTÓTELES.
Por Juan Bautista González
Saborido
No es ninguna novedad
afirmar que la economía y la sociedad mundial están en crisis desde hace largo
tiempo atrás. Como evidencia de este desequilibrio, en los últimos años hemos sufrido crisis alimentarias, burbujas y derrumbe de los mercados
financieros, contracción económica mundial, cierre de fronteras, desaceleración
del comercio internacional, aislamiento social, crisis de la gobernanza
mundial, guerra en Ucrania y Medio Oriente, crisis de liderazgos, crisis del
multilateralismo, etc.
Estas crisis recurrentes,
son una oportunidad para profundizar la discusión sobre los fundamentos del
actual paradigma económico. Y, en ese marco, si se amplía el horizonte más allá
de las simples apariencias inmediatas, se puede constatar que en el debate, se
observa una continua referencia a temas clásicos, como el uso de la moneda y su
relación con los bienes. Justamente son temas que fueron objeto de profundas
observaciones por parte de Aristóteles –pensador griego del siglo IV a.c.- y
que sin embargo, mantienen su plena validez y vigencia.
En efecto, Aristóteles no
sólo fue el primero en afrontar el problema del uso y de la producción de los bienes en relación al
logro de una vida buena, digna del hombre, sino que introdujo los conceptos
básicos, como los de economía, crematística, propiedad, moneda, intercambio,
usura, etc. Sus reflexiones sobre el modo de relacionar esos conceptos siguen
siendo claves para entender el sentido del consumo, el trabajo, el ocio y la
propia finalidad y sentido de la vida humana.
En este trabajo, vamos a
centrarnos principalmente en esa vinculación que existe entre la economía y la
búsqueda de la felicidad, según la perspectiva de Aristóteles porque
vislumbramos que es una de las claves para construir una economía con rostro
humano. De esta forma, podremos comprender con mayor claridad la relación de
medios y fines que existe entre una y otra. Relación, que se fue perdiendo en
medio del auge del capitalismo financiero y su exacerbada búsqueda de la
utilidad a cualquier precio. Esta situación de crisis recurrente, quizás, nos
permita volver a considerar esta relación, como una cuestión central de nuestro
modelo de vida.
La búsqueda de la felicidad
es una característica común a todos los seres humanos. Todos buscamos la
felicidad. Sin embargo, muchas veces lo
hacemos por caminos equivocados o bajo una confusión de lo que es
realmente la felicidad; por ejemplo, pensando que podemos encontrar la
felicidad en el mundo material, o en el consumo incesante de bienes o servicios
u obteniendo dinero, éxito o admiración.
Pues bien, la filosofía, y
recientemente la ciencia, coinciden en que la felicidad viene fundamentalmente
de una vida llena de significado, de conexiones profundas con uno mismo y con
las demás personas y espiritualmente plena.
A partir de esta idea de
felicidad, nos parece apropiado rescatar el término griego de eudaimonía,
término que nos remite a la importancia de conquistar una vida armónica,
equilibrada y dotada de un significado profundo. Es decir, lo que también
denominamos una vida llena de sentido. Aquello que los griegos creían venía del
alma o del espíritu y que los vinculaba profundamente con la polis y con el
cosmos.
La palabra eudaimonia está
compuesta de eu (bueno) y daimon, de
donde viene nuestra palabra "demonio", pero que para los griegos
significaba algo más parecido a espíritu. Este concepto fue especialmente
importante para Aristóteles, quien lo ligó al más alto bien del ser humano y a
ciertos bienes como la virtud (arete) y la sabiduría en su aspecto práctico
(phronesis).
La virtud, ocupa un lugar
muy importante en la ética aristotélica. Sin embargo, el mismo nos dice “que la
virtud no es suficiente por si sola para la vida feliz, pues necesita de los
bienes del cuerpo y de los externos”. En efecto, la vida plena, feliz, o buena,
no consistía para Aristóteles sólo en ser prudente, justo, moderado: también
requería bienes materiales. Por esta razón, Aristóteles concibe a la economía
como el uso de esos bienes necesarios para la “vida buena” y lo relaciona con
la justicia distributiva, es decir el reparto de cargas y de bienes entre los
miembros de la “Polis”.
Dentro de la economía le
puso un nombre a la actividad de fabricación y comercio de esos bienes
necesarios para vida buena: la llamó “crematística”. Asimismo, sostuvo que la
moneda, como instrumento que es, permitía, mediante el precio, establecer una
comparación entre bienes diversos y, consiguientemente, facilitaba su
intercambio. Por lo tanto, lo consideraba un instrumento útil.
Según Aristóteles, la
economía como tal, producía y utilizaba
lo necesario para la vida buena. Para él, la producción e intercambio de
bienes, no debía ser una actividad arbitraria, sino justa, pues debía estar regida por la virtud de darle a
cada uno lo que le corresponde.
Pero Aristóteles veía que
también se podía usar mal de las riquezas. Por eso, pensó la posibilidad de que
la crematística, habitualmente subordinada a la economía de la polis (es decir
a la satisfacción de las necesidades materiales), deviniera autónoma y buscara
no ya satisfacer la necesidad, sino enriquecerse ilimitadamente. Esta confusión
proviene de considerar el medio –el dinero– como fin, lo que según él surge, a
su vez, de un deseo exacerbado e ilimitado.
En base a esta posibilidad
de confusión, la crematística podía clasificarse de la siguiente forma:
1. Crematística natural: la venta de los
bienes se realiza directamente entre el productor y el comprador al precio
justo, donde no se forma un valor agregado al producto. Esta es aceptada por
Aristóteles ya que no hay usura por parte del productor.
2. Crematística antinatural: corresponde al
comercio donde se le compra al productor para revender al consumidor por un
precio mayor, formando valor agregado. Este valor agregado es rechazado por
Aristóteles, pues considera que al realizarse el comercio de esta forma, el
dinero pierde su sentido (que es el de un medio de intercambio y medida de
valor) y a través del sobre precio se comete usura para acumular dinero. La
acumulación de capital como fin en sí mismo fue mal vista por la sociedad de
aquella época.
Para Aristóteles, cuando en
una sociedad se instalaba una mentalidad crematística ilimitada se
desnaturalizaba finalmente todo. Oigámoslo de su propia voz: “Así ha surgido la
segunda forma de crematística porque al perseguir el placer excesivo procuran
también lo que pueda proporcionar ese placer y si no pueden procurárselo por
medio de la crematística, es decir por medio del dinero, lo intentan por otro
medio usando todas sus facultades de un modo antinatural; lo propio de la
valentía no es producir dinero sino confianza, ni tampoco es lo propio de la
estrategia ni de la medicina cuyos fines respectivos son la victoria y la
salud. No obstante, algunos convierten en crematística todas las facultades
como si el producir dinero fuera el fin de todas ellas y todo tuviera que
encaminarse a ese fin”.
Aristóteles estaba
convencido de que la acumulación de dinero, como un fin en sí mismo, era una
actividad contra natura que deshumanizaba la vida. Es por ello que siguiendo el
ejemplo de Platón condenaba toda actividad cuyo único propósito fuese
exclusivamente la ganancia.
La crematística, en su
segunda acepción, confunde el medio (dinero) con el fin, y lo busca de manera
desmedida. La causa es lo que habitualmente denominamos codicia, que era
considerada por los griegos como una enfermedad del alma.
Es decir, a pesar de que lo
propio de la medicina es la salud, la medicina se convierte también en una
forma de crematística; a pesar de que lo propio de la estrategia sea la
victoria, también la guerra se convierte en un instrumento. Es decir, todo se
tiñe de la intención de “producir dinero” (Política I, 9, 1258a 6-14).
La crematística antinatural
puede entenderse como sinónimo de lo que el poeta romano Virgilio llamó en la
“Eneida” auris sacra fames (maldita
sed de oro), un deseo incontenible por acumular dinero a cualquier precio.
Parece ser una buena descripción de nuestros tiempos: el hacer dinero como fin de todas las actividades; y la vida del hombre subordinada a la acumulación de dinero, es decir a la crematística. Las consecuencias son muy bien conocidas, aumento permanente de las desigualdades sociales, un sector financiero hipertrofiado cada vez más divorciado de la economía real, una crisis socio ambiental sin precedentes, que pone en peligro la supervivencia del planeta y del mismo hombre.
Es por eso que resulta
indispensable, en estos tiempos de crisis, especulación globalizada y codicia
incontenida, recordar con la mayor frecuencia posible las palabras del Premio
Nobel de Economía Amartya Sen.
“No hay ninguna
justificación para disociar el estudio de la economía del de la ética y del de
la filosofía. La economía puede hacerse más productiva prestando una atención
mayor y más explícita a las condiciones éticas que conforman el comportamiento
y el juicio humano”.
Pues bien, las sucesivas
crisis que venimos padeciendo debieran interpelar a este paradigma que pone en
primer lugar al dinero y que subordina la necesidad a la renta. Quizás sea una
buena oportunidad para volver a los clásicos como Aristóteles y tener presente
la reflexión de Amartya Sen para que la crematística vuelva a quedar
subordinada a la economía y la economía a su vez, quede subordinada a la ética
y a la consecución de la verdadera felicidad del hombre.