Estamos ante un extraordinario cambio de época de indudable alcance mundial –globalizador, como dicen– que se mueve por factores económicos y tecnológicos a veces descontrolados. Esto nos coloca ante un desafío civilizatorio profundo. Pues si bien la tecnología, como parte del ambiente humano, está siempre ligada a la cultura, su naturaleza ambivalente crea nuevas preocupaciones, desafíos y problemas vinculados a la posible generación de tendencias deshumanizantes o nihilistas.
En el ámbito propio de la cultura, el desarrollo tecnológico desmesurado tiende a eliminar lo que es específico de cada región y nación, desafiando la sobrevivencia de las culturas que son el corazón de todas las sociedades. La cultura como actividad humana es fundamental porque da forma a los individuos y a las sociedades, fomentando la unidad a través de valores y tradiciones compartidas.
Sin embargo, los nuevos avances tecnológicos, ligados a la Inteligencia Artificial, el Big Data, las plataformas digitales, etc., conllevan la pretensión de convertirse en la cultura hegemónica global arrasando con todo el pasado. Como consecuencia de esto, la tradición, los usos sociales, los mitos, la política, los rituales y la religión tienden a debilitarse y a subsistir en condiciones de inferioridad.
Nos encontramos en un punto, como dice Patrick Deneen, donde la llamada tecnocracia ha entrado en la era de la «tecnópolis». Esto es, que un mundo que está culturalmente debilitado se ve fácilmente sometido a una ideología del progreso. Lo cual implica la paulatina sumisión de todas las formas de vida cultural a la soberanía de la técnica y la tecnología. Así pues, la confusión entre cultura y tecno idolatría es uno de los signos de un nihilismo deshumanizante que parece invadirlo todo y donde se confunde lo esencial con lo circunstancial.
Además, a lo expuesto se le suma, que existen corrientes ideológicas que podríamos calificar de globalistas, que consideran que las diferencias culturales se deben desvanecer con el avance de la modernización globalizadora. Ahora bien, paradojalmente, la globalización ha sido acompañada del resurgimiento de las tradiciones culturales locales y de la creciente comprensión de que hay algo más para las sociedades y la conducta humana que la tecnología y la economía. En efecto, las culturas locales juegan un papel fundamental en guiar la acción humana, y en mantener unida y cohesionada a la sociedad.
Por eso, como dice Abel Posse, el rol de la cultura ha adquirido tanta relevancia en estos últimos tiempos. Frente a la amenaza del nihilismo tecnológico y la ideología del progreso, la cultura es el mayor baluarte de la humanidad ante la amenaza reduccionista que representa la presencia de una subcultura mercantilista de alcance global.
En este contexto de cambio de época, donde además se advierte el declive inexorable de la civilización europea que dominó al mundo durante la modernidad, es legítimo y necesario ampliar el concepto de identidad nacional al más abarcador de identidad hispanoamericana. Ello significa un legítimo reconocimiento de que estamos frente a una familia de pueblos con una historia y un acervo cultural comunes, que pese a la existencia de diferencias regionales o nacionales, no fragmentan totalmente aquella unidad. Dicha historia y acervo cultural común, es la base de un horizonte ineludible de reintegración política.
Para ahondar en estos elementos comunes de identidad hispanoamericana, es imprescindible sumergirnos por el espacio literario, reflexivo, ensayístico y hasta religioso de nuestra América. Todos estos elementos conforman lo que constituye nuestra identidad cultural. Una vez lanzados a dichos espacios, vamos caminando por campos tan ricos, profundos y diversos como la teología latinoamericana, las crónicas de los conquistadores, la novelística revolucionaria en la Nueva España a principios del siglo XX, Alfonso Reyes, Mariátegui, Rubén Darío, el mito y la utopía de lo americano, Lugones, Marechal, Castellani, Borges, Mallea, la filosofía de Rodolfo Kusch, de Carlos Astrada, Nimio de Anquín, Ismael Quiles, entre tantos otros.
Abel Posse nos refiere, que se trata de una pléyade de autores lucidos que nos muestran la profundidad y las angustias del alma de nuestra América, siempre volcánica, siempre en proceso de alumbramiento, como una gran cultura a la espera de darse la autonomía liberadora de su propio espacio de civilización. Quizás en este contexto tengamos esa oportunidad histórica.
Se trata de una identidad que se configura como una singular modernidad de América, a la que Graciela Maturo y Enrique Dussel llaman transmodernidad (más allá de la modernidad europea). Identidad que para Maturo, se caracteriza por su humanismo teándrico, en el que conviven la razón y la fe, la ciencia y las artes, la técnica junto a los altos vuelos de la música y la poesía.
Ese humanismo singular modeló la construcción de una nueva sociedad humana donde se afirmó la categoría de pueblo como sujeto de la historia. Y, a su vez, esa noción de pueblo se configuró integrando a todas las personas que habitan un territorio, cualquiera fuera su raza, sexo, cultura o creencias, pero unidas ente sí porque comparten un destino común.
Esta afirmación de la heterogeneidad como riqueza donada a la construcción de una nueva y original unidad es uno de los mayores activos de este humanismo hispanoamericano. Se trata del surgimiento de un nuevo humanismo de carácter universal que se remonta a los antiguos griegos y romanos, pasa por le Europa Medieval, adquiere contornos propios en la península ibérica y se mezcla en el continente americano con las culturas aborígenes. Todo ello, dio origen a una cultura nueva y mestiza, a un humanismo barroco americano, absolutamente inédito y original.
Por otra parte, debemos considerar también los elementos comunes que nos unen a todos los pueblos de América, sea del Norte, del Centro o del Sur. Entre ellos sobresale una misma identidad cristiana y la heterogeneidad de las razas y la complejidad cultural que se han afincado allí. Así como también una auténtica búsqueda del fortalecimiento de los lazos de solidaridad y comunión entre las diversas expresiones del rico patrimonio cultural del Continente.
Por esta razón nuestra frontera cultural se extiende al territorio inicial del continente americano, de Alaska a Tierra del Fuego. O si se prefiere desde Alaska, pasando por Tierra del Fuego hasta la Antártida. Además, nos parece sumamente relevante considerar que en las últimas décadas, la creciente migración popular desde los pueblos de origen hispanoamericano -especialmente desde México- hacia los territorios de la América anglosajona generó una propagación de la cultura hispanoamericana. Pues esos migrantes llevan consigo además de sus sueños, su lengua y toda una cultura propia.
Efectivamente, llevan el castellano de Alonso de Veracruz y Sor Juana Inés, de Juan Rulfo y Octavio Paz, de José Vasconcelos y Carlos Fuentes. Y junto a su lengua, llevan su fe y su devoción por la Guadalupana, sus ojos llenos de los colores y sentidos del barroco hispanoamericano, su música, sus ganas de vivir, de formar una familia, de tener y criar hijos. La Guadalupana, expresión profunda de ese mestizaje en su rostro y en la cinta negra que lleva en la cintura, anuncio náhuatl de su embarazo, es ya uno de los grafitis más populares en los Estados Unidos.
¿Se invisibilizará toda esta gran herencia cultural? ¿Vamos camino hacia una civilización planetaria que anulará las tradiciones volcándolas a un "grado cero" de la cultura, o será legítimo recuperarlas en sus símbolos, mitologías, expresión estética particular y herencia ético-religiosa? He ahí el gran problema que se plantea en este cambio de época. Nosotros experimentamos que la cultura hispanoamericana y su ethos, tienen algo que aportar a este cambio de época que vivimos.
Advertimos que no es difícil constatar hoy en día, en las manifestaciones culturales de hispanoamerica, especialmente en su cultura popular; este rumbo definidamente americano que rechaza a las actuales tendencias postmodernas (el pensamiento débil, la anulación del sujeto y del sentido) afirmando en cambio la propia identidad, sujeto histórico, tradición, mitos, valores.
Por eso, es que en medio de los dolores y dificultades del presente, hispanoamerica representa la posibilidad de entusiasmar a otros pueblos para que den nacimiento a un nuevo universalismo humanista, centrado en la dignidad de la persona humana, en su naturaleza social, en sus vínculos familiares y comunitarios, en el amor a su hogar y a su patria, y especialmente en su vocación trascendente.
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